lunes, 26 de abril de 2010

A mi más querido abismo.


Ayer volví a recordar ese día en el que el corazón y mi mente se debatían entre sí. El corazón no quería quedarse, quería alcanzar ese gran abismo a sabiendas de que sería una muerte segura. La mente, no sé si aún más necia que el corazón, trataba de convencerle de que se quedara bajo aquel falso techo, que apenas resguardaba de la lluvia y que a muy duras penas podría soportar un granizo.

La mente intentaba ser optimista, creyendo que algún día aquel techo podría hacerle olvidar el profundo precipicio, pero aquello resultaba imposible, ya que el corazón era más fuerte y mucho menos benevolente que ella.

Cada día que pasaban resguardados bajo aquel techo, cada vez más demacrado e inservible, sentían como el abismo acortaba la distancia que les salvaba de caer. Pero ambos querían caer...
¿Para qué iban a cobijarse bajo ese montón de chatarra, si tarde o temprano saltarían al vacío?

Sabían que tras aquel abismo solo encontrarían agua para calmar su sed por un instante, pero que vivirían sedientos el resto de su vida.
La mente culpaba al corazón por aquellos deseos que no les traerían una mínima porción de felicidad.

Pero, finalmente, la distancia entre el techo y el abismo acabó por desaparecer y ambos cayeron sin saber como de intensa sería su desdicha.
Lo que no sabían es que ése no era el abismo en el que habían caído otras veces, era un nuevo abismo, uno en el que la felicidad siempre sería suya, uno tan cálido y reconfortante que nunca más querrían salir de allí.

De lejos se oían los gritos y llantos que profería el techo, no sabía por qué le habían abandonado, si había sido su "pequeña salvación", si había querido reemplazar el placer del abismo... pero nunca entendió que su verdadera salvación residía en el que ahora era un gran verde y llano prado, y que el abismo nunca más los haría sufrir.

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